Desde el nido no pensaba en otra
cosa, sus padres dos excelentes ibis escarlata le contaron historias de magníficas
migraciones. Cientos de uves decorando el cielo azul, con sus brillantes plumas,
aleteando al mismo son, surcando los vientos y las brisas. Estelas rosadas separando
el mar turquesa del cielo azul. Su abuelo, un ibis escarlata rojo fuego, el más
rojo y el más viejo del grupo, relataba con añoranza cuando ejercía como vértice
de su formación en V. Sin brújulas, sin astrolabios, sólo por el perfume de la
brisa y la luz de las estrellas, guiaba hacia buen destino a su tropa.
¡Volar!
Sin embargo, los tiempos habían cambiado
cuando el ibis rojo alcanzó “la mayoría de vuelo”. El cielo se volvió un caos
de migraciones, miles de aves desorientadas buscando “un lugar mejor”. Ya no se
formaban uves recortando la bóveda celeste, todo parecían nubes de colores,
torbellinos, huracanes.
El vuelo espontáneo se prohibió,
sólo se podía volar por turnos, pero esos turnos eran asignados según “las
aptitudes para volar”. Ya no bastaba tener dos alas, saber aterrizar y cambiar
de rumbo. Uno tenía que tener experiencia de vuelo, tener su propia formación ya
no en V porque era muy anticuada y estar motivado para volar.
Motivado para volar… ¿y eso se
come? En la época de sus ancestros volar era como respirar, y poco a poco se
fue convirtiendo en asfixia programada.
¿Quién decidió que volar por
placer era contrario a la ley? Que uno no puede guiarse por sus instintos y que
una formación en V por anticuada que fuera, era método infalible para llegar a buen
nido.
¡Volar!
¿Y acaso sus alas dejaron de
servir en cuestión de segundos? ¿Qué sería del ibis rojo si no podía volar? ¿Tendría
que buscarse la vida al lado de su pantano, conformarse con revolver el lodo y
alimentarse con los mosquitos que allí morían? ¿Ver reflejos rosas surcando el
agua…?
El ibis rojo decidió renunciar a
volar, y seguir el rumbo que le marcaba el agua, esa agua que le proporcionaba su alimento de
manera gratuita, esa agua que siempre seguía su curso, utilizar sus patas hasta
encontrar una solución.
Andar, andar, andar…
El curso del agua solía
esconderse tras las rocas, y era difícil volver a encontrar su camino. El ibis
se preguntaba si algún día sus alas se olvidarían de volar, y tendría que
conformarse como lo hicieron en su tiempo los pingüinos y los avestruces.
Llovía, la incertidumbre mojaba
las plumas del ibis rojo y borraba los caminos de libertad de arroyo. Sin
embargo, al terminar la lluvia,
las gotas de la tormenta se tornaban en perlas y un sentimiento de felicidad
indicaba cual rayo de sol el sendero de agua clara a seguir.
Andar, saltar, mirar al cielo. Las copas de los arboles eran nubes verdes que
filtraban una fina lluvia de sol. ¿Quién habría volando sobre esas nubes
verdes? ¿Acaso importaba? El ibis rojo se convirtió en un gran experto del
suelo, disfrutaba de la caminata y se preguntaba si algún día conseguirían convertirla
en un “nuevo martirio”.
Y en
esos pensamientos estaba nuestro ibis rojo cuando un día una luz desde el suelo
le cegó.
Tan límpida estaba el agua, que parecía que
el sol estaba bañándose en ella. Cielo, jungla, agua.
¡Vivir! ¡Volar! ¡Correr! ¡Soñar!
Y una flecha rojo escarlata atravesó la
pizarra celeste garabateando todo tipo de letras.
Letras que escribirían la historia de un ibis
rojo que dejo de volar... para poder correr, volar, vivir y soñar.