sábado, 9 de marzo de 2013

El ibis rojo

¡Volar!


Desde el nido no pensaba en otra cosa, sus padres dos excelentes ibis escarlata le contaron historias de magníficas migraciones. Cientos de uves decorando el cielo azul, con sus brillantes plumas, aleteando al mismo son, surcando los vientos y las brisas. Estelas rosadas separando el mar turquesa del cielo azul. Su abuelo, un ibis escarlata rojo fuego, el más rojo y el más viejo del grupo, relataba con añoranza cuando ejercía como vértice de su formación en V. Sin brújulas, sin astrolabios, sólo por el perfume de la brisa y la luz de las estrellas, guiaba hacia buen destino a su tropa.

¡Volar!

Sin embargo, los tiempos habían cambiado cuando el ibis rojo alcanzó “la mayoría de vuelo”. El cielo se volvió un caos de migraciones, miles de aves desorientadas buscando “un lugar mejor”. Ya no se formaban uves recortando la bóveda celeste, todo parecían nubes de colores, torbellinos, huracanes.
El vuelo espontáneo se prohibió, sólo se podía volar por turnos, pero esos turnos eran asignados según “las aptitudes para volar”. Ya no bastaba tener dos alas, saber aterrizar y cambiar de rumbo. Uno tenía que tener experiencia de vuelo, tener su propia formación ya no en V porque era muy anticuada y estar motivado para volar.
Motivado para volar… ¿y eso se come? En la época de sus ancestros volar era como respirar, y poco a poco se fue convirtiendo en asfixia programada.
¿Quién decidió que volar por placer era contrario a la ley? Que uno no puede guiarse por sus instintos y que una formación en V por anticuada que fuera, era método infalible para llegar a buen nido.

¡Volar!

¿Y acaso sus alas dejaron de servir en cuestión de segundos? ¿Qué sería del ibis rojo si no podía volar? ¿Tendría que buscarse la vida al lado de su pantano, conformarse con revolver el lodo y alimentarse con los mosquitos que allí morían? ¿Ver reflejos rosas surcando el agua…?
El ibis rojo decidió renunciar a volar, y seguir el rumbo que le marcaba el agua,  esa agua que le proporcionaba su alimento de manera gratuita, esa agua que siempre seguía su curso, utilizar sus patas hasta encontrar una solución.

Andar, andar, andar…

El curso del agua solía esconderse tras las rocas, y era difícil volver a encontrar su camino. El ibis se preguntaba si algún día sus alas se olvidarían de volar, y tendría que conformarse como lo hicieron en su tiempo los pingüinos y los avestruces.

Llovía, la incertidumbre mojaba las plumas del ibis rojo y borraba los caminos de libertad de arroyo. Sin embargo, al terminar la lluvia, las gotas de la tormenta se tornaban en perlas y un sentimiento de felicidad indicaba cual rayo de sol el sendero de agua clara a seguir.

Andar, saltar, mirar al cielo.  Las copas de los arboles eran nubes verdes que filtraban una fina lluvia de sol. ¿Quién habría volando sobre esas nubes verdes? ¿Acaso importaba? El ibis rojo se convirtió en un gran experto del suelo, disfrutaba de la caminata y se preguntaba si algún día conseguirían convertirla en un “nuevo martirio”.

El no lo permitiría, volvería a su nido y volando o corriendo demostraría que uno nunca se olvida de volar y que el único motivo suficiente es porque nos da la gana. Qué no somos nuestras alas o nuestras patas, sino nuestros deseos y nuestro corazón y son ellos los que nos guían a la felicidad. Que se puede volar con el corazón y correr con los sentimientos.

Y en esos pensamientos estaba nuestro ibis rojo cuando un día una luz desde el suelo le cegó.

Tan límpida estaba el agua, que parecía que el sol estaba bañándose en ella. Cielo, jungla, agua.

¡Vivir! ¡Volar! ¡Correr! ¡Soñar!

Y una flecha rojo escarlata atravesó la pizarra celeste garabateando todo tipo de letras.

Letras que escribirían la historia de un ibis rojo que dejo de volar... para poder correr, volar, vivir y soñar.

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