La casa de madera resonaba, las puertas silbaban. Un arrullo
estremecedor parecía querer arrancar,
con firmeza y constancia, el conjunto de tablas de la tierra.
Los árboles de tronco
desnudo bailaban al son de una música inaudible alrededor de la casa. Algo más
lejos, unos abetos que coquetos habían conservado su hojas en invierno,
parecían luchar por no despeinarse, como señoritas recién salidas de la
peluquería.
El viento soplaba fuerte, tanto que parecía un océano
imponente, como si el aire tan transparente y denso, quisiera romper un
acantilado invisible y conquistar nuevos mundos.
Los árboles de hoja caduca continuaban danzando, pero esta
vez como si quisieran desenterrar sus raíces y echar a correr, aprovechando el
denso viento que les permitía moverse sin levantar sospechas. Al amainar el
viento, como una calma chica, los árboles cesaban sus esfuerzos, pero las ganas
de salir corriendo les impedían mantenerse inmóviles.
El canto de los pájaros volaba más deprisa que el aleteo de
sus alas, navegando dulcemente en ese mar de aire y desorden.
El antiguo reloj
de cuerda de la salita, seguía marcando las horas sin importarle la distancia
ni las inclemencias del tiempo… dirigiendo desde las sombras la inmensa
orquesta allí presente.
Al día
siguiente, la calma. Los abetos acicalaban sus hojas con gran esmero. Los
pájaros reposaban en sus ramas, gorgoteando canciones alegres.
En el
suelo, agujeros de tierra que nadie se ocupó de tapar, testimoniaban lo
imposible: los árboles siguiendo el viento, consiguieron al fin su libertad.
...La música del viento...